8.2.15

Dos Hermanas - El Sueño


Basado en un sueño real de hace 30 años

Imagen Beyond the Shadows de Norman Duenas



-“¿Me viste?”- preguntó a Elisa.

La cara de su madre alumbraba todo lo necesario para que Carolina caminara por un largo pasillo oscuro sin una partícula de temor. Aquella noche, el calor de la mano de su madre la llevó por ese pasillo hasta un lugar elegido. Sin una palabra le hizo saber que llegaba la hora de leer el libro de cuentos. Ambas se sentaron en el suelo del pasillo.

Carolina ya se sabía todos los cuentos que su madre le leía y eso hacía que disfrutara mucho más de ellos. Era un deleite absoluto dejar su mente inmiscuirse en grandes castillos o en talleres de muñecos de madera. Estaba acurrucada en esa protección que le brindaba su madre cuando comenzó a ver nacer al fondo del pasillo un brote de luz que crecía poco a poco. Pronto se dio cuenta que era un grupo de niños, dirigidos por una mujer muy alta, que iluminaba con un candil.

Su madre no había interrumpido su relato, parecía no notar en lo absoluto lo que estaba pasando en el pasillo. Carolina quería seguir escuchándola, pero las luces y los murmullos que escuchaba de los niños le llamaban demasiado la atención. Con mucho cuidado para que su madre no se diera cuenta, se fue separando de ella para ver más de cerca a esos niños y a esa bella mujer que les dirigía.

Siguió caminado hacia ellos hasta que los vio empezar a subir unas escaleras. La intriga comenzó a estallar en su pecho y decidió seguirles. Era una escalera, también oscura, entre dos paredes y en un principio le pareció eterna. Pero los niños iban tranquilos lo que hizo que quisiera seguirles, porque pensaba que le haría sentir de la misma manera. Comenzó a ver una puerta, arriba del todo, en la que los niños entraban.  Todos entraron. Carolina no se atrevió entrar, por lo que se detuvo en el marco de la puerta.

Mientras, vio que los niños se reunían en un círculo dentro de aquel salón. El salón estaba muy iluminado, lo que le dejaba ver todo con gran claridad. Aquella mujer muy alta que estaba con ellos se introdujo en otra habitación y al salir traía entre sus manos una especie de llama de luz, como una estrella. Se colocó en el centro del círculo mirando a todos los niños. Ellos esperaban a que la mujer se acercara a ellos y les tocase con aquella llama de luz. Y así fue.  Ella pasó uno por uno dejando un poco de aquella llama en la cabeza de cada uno. Carolina no se lo podía creer. Empezaba a crecer dentro de ella el temor, pero no podía dejar de mirar cómo aquella mujer controlaba a todos aquellos niños. Inesperadamente, la mujer se giró hacia Carolina con su llama de luz y comenzó a acercarse. Todos los niños empezaron a seguirla.

Carolina no lo podía creer, no había hecho el menor ruido. Pensaba que no le podrían haber visto. Pero ellos seguían acercándose, lo que hizo que sin pensarlo empezara a bajar las escaleras oscuras. Empezó a bajar poco a poco, pero le provocaba más miedo lo que venía tras de ella que la bajada; así que comenzó a correr escaleras abajo. Una vez volvió al pasillo del comienzo, todo estaba muy oscuro. En realidad más oscuro que cuando llegó con su madre. Su madre.

Carolina comenzó a buscarla, pero ya no estaba. Todo el pasillo estaba desierto, vacío. Su corazón empezó a latir con más fuerza. No le importaba ya que le estuviesen siguiendo. En realidad no le importaba en lo absoluto ninguna de las imágenes inauditas que acababa de vivir. Lo único que deseaba ahora era poder encontrar a su madre.

-“Y desperté.”- dijo y volvió a mirar a su hermana.

-“Después de aquel sueño, muchas noches intenté cerrar los ojos para volver a dormir y poder terminar ese sueño encontrando a mamá. Siempre pensé que fui culpable por haberla perdido. Y al no poder encontrarla, me escondía a llorar detrás de la butaca.”

Aquellas dos ancianas, llenas de emoción, no dejaron de mirarse sus pequeños ojos intentando aliviar aquel dolor de bien adentro. 










11.11.14

Dos Hermanas

A mi hermana Liza. Esculturas de Ron Mueck                                                                  







- “La historia número cincuenta y cuatro”- anunció mansamente la anciana Elisa.

A pesar de que su tono de voz ya había pasado a ser muy vaporoso, hizo que su hermana Carolina se levantara de su reposo un poco asustada. Cayendo rápido en cuenta, de que se trataba del seguimiento de su rutina habitual, respondió.

-“Cincuenta y cuatro. Muy bien. Esta historia es muy buena. Aquella vez que fuimos en crucero por el Mar Caribe y te empecé a buscar…-

Carolina continuó su relato número cincuenta y cuatro; como parte de un conteo de relatos que se había convertido en parte de su rutina diaria. La narración de momentos importantes de sus vidas para intentar sentir aquellas vivencias una última vez, antes de quedar encuadernadas en sus cerebros.

 Aquella historia era muy graciosa y Carolina esperaba que la disfrutaran, pero su hermana no mostraba ningún interés en lo que le estaba contando. Sus, ahora muy pequeños, ojos estaban dirigidos a una esquina tan lejana que era imposible que estuviese viendo algo. Por lo que Carolina detuvo su narración y acercó su mano a su hermana. Sin la necesidad de pedir una explicación, ésta le contestó:

-“Es que… aunque ya hemos pasado hace mucho tiempo esos números de cuando éramos pequeñas, todavía me pregunto por algo que pasó a principios de nuestras vidas en común y tú no lo has contado. Me pregunto si lo habrás olvidado o no lo quieres compartir conmigo. Lo que me entristece.”

Carolina no sabía a qué se refería, lo que hizo que su corazón intentara acelerar.  Quiso repasar las historias en su mente, pero no sabiendo más detalles le era imposible.

-“Yo tendría siete años” – comenzó a narrar Elisa- “y una mañana, antes de que nuestros padres levantaran cabeza, me desperté y note que no estabas en nuestra habitación. No era muy raro que te hubieses levantado antes que yo, pero fui al salón y no estabas frente a la televisión, que sí era algo muy normal. Empecé a buscarte en el baño, pasé por el comedor y te busqué en la cocina. No estabas en ningún lugar. Me empecé a poner nerviosa y estuve a punto de llamar a la puerta de mamá, si no fuese por ese sollozo ronroneado que escuché proveniente de la esquina del salón, detrás de la butaca. Me acerqué poco a poco, cruzando mis deditos, para que no fuese nada malo. Ese llanto era raro. No era el que se te escuchaba chillar comúnmente. Era un llanto espeso, rozando el suelo, una especie de martirio que recuerdo perfectamente hasta el día de hoy. Y mi pregunta era y sigue siendo, ¿por qué?”

El silencio se agigantó en el salón, una cosa que a su edad era aguantada con mucha tranquilidad. Pero dentro de Carolina el alboroto iba incrementándose al correr de década en década hasta llegar a aquel preciso momento en el salón de su casa.